La muerte del caballeroso espíritu español es el tema del cuento “D.Q.”, de Darío, publicado a finales de 1898 en el Almanaque Peuser de 1899.

Jorge Eduardo ArellanoPor: Jorge Eduardo Arellano - n.Granada, Nicaragua (1946) Historiador de Arte, de las letras y la cultura nicaragüense y autor de casi un centenar de libros. Doctor en Filología Hispánica (Universidad Complutense, Madrid). Director de la Academia Nicaragüense de la Lengua (2002).

La muerte del caballeroso espíritu español es el tema del cuento “D.Q.”, de Darío, publicado a finales de 1898 en el Almanaque Peuser de 1899. En la ampliación de su estudio sobre los cuentos darianos, Raimundo Lida anota que el enigma planteado en este cuento a partir de su título –dos letras mayúsculas– se va aclarando de manera alegórica, racional, verbal; y transcribe una referencia de Ernesto Mejía Sánchez, quien observa con razón que “una frase [dariana] de España contemporánea (escrita el 2 de febrero de 1899) entronca nítidamente con la idea central de nuestro cuento”.

Darío exalta el invencible espíritu caballeresco de los españoles y, combinando en su alabanza la figura de Cyrano [de Bergerac], la de Don Quijote y la de Cervantes, dice de este: “…ni quien se quedó manco en Lepanto habría quedado sin perecer glorioso en Cavite [Filipinas] o en Santiago de Cuba”. Cerca de esta ciudad junto al mar Caribe, durante la guerra del 98 entre Estados Unidos y España, se ubica la acción relatada en primera persona por un narrador-testigo, perteneciente a una guarnición que aguarda la llegada de una compañía de la nueva fuerza venida de España. Entre los soldados uno presenta características singulares”. Tendría como cincuenta años, mas también podría haber tenido trescientos. Su mirada triste parecía penetrar hasta lo hondo de nuestras almas y decirnos cosas de siglos”.

La descripción del portador de la bandera roja y amarilla continuaba: “Se desvive por socorrer a los enfermos […] –He hablado con él –les dijo el capellán […] Es un hombre milagroso y extraño. Parece bravo y nobilísimo de corazón”. Las pocas veces que hablaba es de sueños irrealizables. “Cree que dentro de poco estaremos en Washington y que se izará nuestra bandera en el Capitolio […] Le han apenado las últimas desgracias; pero confía en algo desconocido que nos ha de amparar; confía en Santiago; en la nobleza de nuestra raza, en la justicia de nuestra causa”. Pero se ríen de él. “Dicen que debajo del uniforme usa una coraza vieja”. Y nadie sabe su nombre. Solo en su mochila hay marcadas una D y una Q.

De pronto un oficial, a todo galope, aparece por un recodo habla con el jefe de la guarnición y corre la noticia. “Estábamos perdidos […] Debíamos entregarnos como prisioneros […] Cervera [el general español derrotado] estaba en poder del yanqui. La escuadra se la había tragado el mar, la habían despedazado los cañones de Norte-América. No quedaba ya nada de España en el mundo que ella descubriera. Debíamos dar al enemigo vencedor las armas, y todo; y el enemigo apareció en la forma de un gran diablo rubio, de cabellos lacios, barba de chivo, oficial de los Estados Unidos, seguido de un escolta de cazadores de ojos azules”.

Había que rendir las armas. Unos soldados lloraban de indignación y vergüenza; otros palidecían. Mas en el momento de la entrega de la bandera “se vio una cosa que puso en todos el espanto glorioso de una verdadera maravilla”: el abanderado, “con la mirada de la más amarga despedida, sin que nadie se atreviese a tocarlo, fuese paso a paso al abismo y se arrojó a él. Todavía de lo negro del precipicio devolvieron las rocas un ruido metálico, como el de una armadura”. Entonces todos descubren que “aquel hombre extraño” era nada menos que don Quijote. El capellán y el narrador-testigo se encargan de aclarar el enigma. En “D.Q.” –opina Anderson Imbert– Darío eleva el elemento esotérico de la preexistencia a otra categoría: la de la locura heroica y, aliviado del miedo a la muerte, acierta con uno de sus mejores cuentos”.

En esta ficción el nicaragüense explicita su actitud política y cultural ante el llamado Desastre del 98, cuando la emergente potencia imperial del Norte derrotó a la decadente madre patria de Hispanoamérica, cercenándole sus antiguas colonias de Puerto Rico y Filipinas e independizando Cuba bajo su control. Para Darío, los valores representados por Don Quijote –Ideal, Nobleza, Hidalguía– habían perecido. No en vano el mismo Darío, en su definitorio artículo “El triunfo de Calibán”, había elogiado con vehemencia el discurso del presidente argentino Roque Sáenz Peña (1851-1914) “en defensa de la más noble de las naciones, caída al bote de esos yangüeses; en defensa del desarmado caballero que acepta el duelo con el Goliat dinamitero y mecánico”.

 

Cortesía: El Nuevo Diario