Jorge Eduardo ArellanoPor: Jorge Eduardo Arellano - n.Granada, Nicaragua (1946) Historiador de Arte, de las letras y la cultura nicaragüense y autor de casi un centenar de libros. Doctor en Filología Hispánica (Universidad Complutense, Madrid). Director de la Academia Nicaragüense de la Lengua (2002).

La estadía de Rubén Darío en Buenos Aires, de 1893 a 1898, quedó ficcionalizada por su discípulo y amigo Alberto Ghiraldo (1875-1946) en la novela Humano ardor (Barcelona, Editorial Lux, 1928). O, más precisamente, en cuatro capitulillos de su quinta parte: “Vida literaria”. Allí identifica a Darío como Américo Dorin. La novela se concentra en narrar la vida de Salvador de la Fuente, “escritor revolucionario, hijo de América, poeta y apóstol de un credo social, tan amplio y libre como la vida misma…”.  Tales capitulillos se titulan “Américo Dorin o la nueva escuela”, “Canamones, drogas y potingues”, “Los ágapes en casa de Albelo” y “Perturbadora psicología de Dorin”.

Este es presentado por Ghiraldo como una figura deslumbrante ante la juventud argentina “que despierta entusiasmo rayano en el delirio”. Y especifica: “Provocó el insulto de los necios, la envidia de los impotentes, el graznido de las ocas y aves corraleras y hasta el bufido del eunuco como él mismo decía impulsado por su indignación de combatiente. // Salvadorcito, que se sentía un revolucionario social, simpatizó con aquel otro revolucionario que, como él, normas estatuidas en la colmena humana, venía a romper moldes artísticos considerados intangibles y eternos por la tradición. // La juventud le rodeó y con ella algunos escritores hechos, espíritus amplios y comprensivos, entre los que se encontraba el propio don Gabriel, el amigo de Salvadorito, con quienes intimó en breve el poeta. // Como a un conjuro brotaron iniciativas literarias, entre ellas la fundación de una revista, pero sin virtud suficiente para torcer el propósito de Salvadorito de lanzar el diario socialista, idea fija en su cerebro en forma inarrancable. // El poeta aceptaba la propaganda social y miraba con complacencia el espíritu combativo del joven propagandista, aunque sin querer participar en su acción. Para él todo cuanto no tuviera relación directa e inmediata con el arte literario, con su arte literario y con su sensualidad, carecía de interés”.

Y continúa: “El poeta se embriagaba con belleza, de color, de música, de ritmo y rima y, también, de carne femenina y de alcohol. Una noche, en el colmo de su desorbitamiento delirante, llegó a exclamar sintetizando, en fórmula absoluta, el fuego que le devoraba: ¡La lira y el sexo! Y, sobre todo lo demás, el arte… —terminó parodiando la estrofa celebérrima. // Esta fe, esta pasión que le arrastraba, haciéndole vivir en plena fiebre productora, en plena creación, en pleno vértigo incontenible y triunfal, conquistáronle el aplauso, la simpatía y la adhesión de un grupo importante de discípulos y hombres de letras, influenciados, contagiados por su luz”.

Prometiendo un artículo para el diario socialista que planeaba Salvador de la Fuente, Américo Dorin era infaltable a los ágapes dominicales del médico Gabriel Albelo, mecenas de Salvador.

Ghiraldo retrata a Dorin: “Gran bebedor y gran comilón, gourmand y gourmet; todo en una pieza, estaba siempre en ellos una nota original. Cocinero a lo Dumas, padre, no solamente intervenía en la confección del menú, sino que preparaba en persona, platos de su inventiva, entre ellos algunos de condimentación tan complicada como su fantasía y que hubieran importado un verdadero peligro para organismos menos poderosos que los de aquellos bohemios vorazmente devoradores”.

Por lo demás, Américo Dorin / Rubén Darío “tenía 30 años y hacía varios que rodaba de ciudad en ciudad. Allá, en su país nativo, en su tierra inolvidable del trópico, tenía, además de un hijo a quien no pudo darle su amor paterno, el único afecto entrañable que le quedaba en el mundo: una hermana por línea materna; hermana amada que era su gran cariño, su abismático amor, su anhelo eterno; mezcla indefinible de todos los amores. No había conocido a su padre; fue muy triste su infancia, pasaba con sus abuelos, y en cuanto a la madre, flor de pecado y de dolor, él supo perdonarla siempre, quizá comprendiéndola mejor que nadie allá en el fondo recóndito y misterioso de su alma. / Lo que Salvadorcito no acabó de comprender fue la magnitud de aquel amor auroral tan exaltado del poeta”.

Tal fue la imagen de Rubén, proyectada en una ficción novelística: la segunda escrita sobre él, ya que le había precedido en 1922 la inédita de la dama nicaragüense Celia Elizondo viuda de Nicol, titulada “La loquita”, de la cual se conserva una copia mecanográfica en la Biblioteca Nacional Rubén Darío.

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