Jorge Eduardo ArellanoPor: Jorge Eduardo Arellano - n.Granada, Nicaragua (1946) Historiador de Arte, de las letras y la cultura nicaragüense y autor de casi un centenar de libros. Doctor en Filología Hispánica (Universidad Complutense, Madrid). Director de la Academia Nicaragüense de la Lengua (2002).

En La Ofrenda a España de Rubén Darío (Madrid, Editorial América, 1916-18, pp. 9-10), compilada por Juan González Olmedilla, se publicó el siguiente y muy difundido poema en alejandrinos de Antonio Machado (1875-1939), encabezando la primera parte: Si era toda en tu verso la armonía del mundo, /¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar? / Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares, /  corazón asombrado de la música astral, // ¿te ha llevado Dionisios de su mano al infierno / y con las nuevas rosas triunfantes volverás? / ¿Te han herido buscando la soñada Florida, / la fuente de la eterna juventud, capitán? // Que en esta lengua madre la clara historia quede; / corazones de todas las Españas, llorad. / Rubén Darío ha muerto en su tierra de Oro, / esta nueva nos vino atravesando el mar. // Pongamos, españoles, en un severo mármol, / su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más: / Nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo, / nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan.

Así, con este clamoroso texto, el más importante poeta español en la primera mitad del siglo XX pagaba su deuda lírica y personal a Darío, a quien había conocido en París, como lo dice él mismo en “De Madrid a París” (1902): “En este año conocí en París a Rubén Darío”. La coincidencia de ambos espíritus fue total y definitiva. “Tiene el encuentro algo de metafísico […] el paganismo de Rubén Darío no está lejos del helenismo de Antonio Machado que nos dará a conocer [Juan de] Mairena” (heterónimo del mismo Machado) —señala Gabriel Paradal Rodríguez. Luego establece, entre las notas anímicas y existenciales comunes, una cosmovisión patética y triste, un “sentimiento trágico de la vida”, pero distinto del unamoniano, más similar a la sensibilidad proustiana y algo rilkeana.

“¡Salterios del loor vibran en coro!”

En sus primeras Soledades, de 1903, Machado dedica a Darío “Los cantos de los niños”; y del mismo año, o del siguiente, es el elogio “Al maestro Rubén Darío”, donde ambos —remitente y destinatario—, son más modernistas que machadianos: Este noble poeta, que ha escuchado / los ecos de la tarde, y los violines / del otoño en Verlaine, y que ha cortado / las rosas de Ronsard en los jardines / de un Ultramar de Sol, nos trae el oro /de su verbo divino. // ¡Salterios del loor vibran en coro! // La nave bien guarnida, / con fuerte casco y acerada prora, / de viento y luz la blanca vela henchida / surca, pronta a arribar, la mar sonora, / y yo le grito ¡Salve! a la bandera / flamígera que tiene / esta hermosa galera / que de una nueva España a España viene.

Acaso en reciprocidad, pero sin duda porque hallaba en Machado capital eco de su mundo poético, Darío le dedica su soneto “Caracol”, escrito en las Costas Normandas, 1903, e inserto en Cantos de vida y esperanza (1905). Al año siguiente, en una encuesta de Enrique Gómez Carrillo para el Mercure de France sobre los “Nuevos poetas de España”, Rubén se refirió en primer término a Antonio Machado, con palabras e imágenes que anticipan el retrato que publicara (con el título de “Misterioso”) en la revista Renacimiento, Madrid, mayo de 1907, aunque podía ser un poco anterior. He aquí el juicio que le mereció en la encuesta:

“Antonio Machado es quizá el más intenso de todos. La música de su verso va en su pensamiento. Ha escrito poco y meditado mucho. Su vida es la de un filósofo estoico. Sabe decir sus ensueños en frases hondas. Se interna en la existencia de las cosas, en la naturaleza. Tal verso suyo sobre la tierra hubiera encantado a Lucrecio. Tiene un orgullo inmenso, neroniano y diogenesco. Tiene la admiración de la aristocracia intelectual. Algunos críticos han visto en él un continuador de la tradición castiza. A mí me parece, al contrario, uno de los pocos cosmopolitas, uno de los más generales, por lo mismo que lo considero uno de los más humanos” (Opiniones, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1906, pp. 220-221).

“Misterioso y silencioso…”

Y el famoso retrato de Machado escrito por Darío e incorporado a El Canto Errante (1907) sección “Lira alerta” —constando de cinco cuartetos eneasílabos con rima asonante en los versos pares— dice: Misterioso y silencioso / iba una y otra vez. / Su mirada era tan profunda / que no se podía ver. / Cuando hablaba tenía un dejo / de timidez y de altivez. / Y la luz de sus pensamientos / casi siempre se veía arder. / Era luminoso y profundo / como era hombre de buena fe. / Fuera pastor de mil leones / y de corderos a la vez. / Conduciría tempestades / o traería un panal de miel. / Las maravillas de la vida / y  del amor y del placer, / cantaba en versos profundos / cuyo secreto era de él. / Montado en un raro Pegaso, / un día al imposible fue. / Ruego por Antonio a mis dioses, / Ellos le salven siempre. Amén.

Se trata de una admirable semblanza del autor de Soledades con su parquedad y léxico, de “una auscultación del espíritu y la personalidad mediante adjetivos que dibujan la persona” —dice Ricardo Llopesa en su edición de El Canto Errante; en fin, de un retrato ucrónico, es decir, simuladamente post mortem que remata con una plegaria pagana. En los años 70, Enrique Espinosa ya lo había valorado como “un breve romance castellano lleno de gravedad y de mesura”, compuesto de “versos redondos que hoy se pueden referir por igual al poeta que a su poesía, pues su imagen está fijada para siempre a través de los Campos de Castilla”.

“Ni trompetero ni tenorino”

Dos años después, Darío volvió a escribir sobre Antonio en el ensayo subtitulado “Los hermanos Machado”, suscrito en Madrid, mayo de 1909, y aparecido en dos entregas de La Nación, Buenos Aires, martes 15 de junio de 1909, p. 5 (sobre Antonio) e idem, jueves 1º de julio de 1909, p. 5 (sobre Manuel). Termina el último párrafo de la primera entrega consagrada a Antonio (¡todo un estudio comprehensivo; ignorado por los especialistas en Machado!):

“Pero este poeta va más allá de lo intelectual convencional. No ve en el dotado del don de armonía ni trompetero ni tenorino. Sonríe de esta guitarra exuberante y de otras guitarras. Sonríe —sin malignidad, sin encono— de tal cual pífano obstinado, o de tal traída o llevada marimba en delirio. Sabe que nuestras pasajeras horas traen mucho de grave y que las almas superiores tienen íntimas responsabilidades. Así vive su vivir de solitario, el catedrático de la vieja Soria. No le martirizan ambiciones. No le muerden rencores. Escribe sus versos en calma. Cree en Dios. De cuando en cuando viene a la corte, da un vistazo a estas bulliciosas vanidades. Conversa sin gestos, vagamente monacal. Sabe la inutilidad de la violencia y aún la inanidad de la ironía. Fuma. Y ve desvanecerse el humo en el aire.”

El anterior texto no fue conocido por Antonio Oliver Belmás en su estupendo trabajo sobre la amistad y correlación poética entre estos espíritus gemelos, pero si el testimonio de Juan Ramón Jiménez: “Yo, que tanto traté a Antonio Machado en esa época, sé de la fuerte influencia que ciertos poemas del españolista mayor Rubén Darío [y aquí los cita] determinaron en él”. Y Oliver Belmás añade varios ejemplos en los que “temas, acento de Rubén Darío son evidentes”. Más adelante, Machado evolucionaria hacia una más intensa profundidad lírica.

Amistad inalterable

Lo que ciertamente nunca tuvo la mínima alteración fue la amistad de Antonio (y la de su hermano Manuel) con Darío. Su correspondencia lo ilustra, comenzando por la carta del 17 de julio de 1911, dirigida por Antonio a Rubén: “Querido y admirado maestro —le escribió cuando ambos se encontraban de nuevo en París—: una enfermedad de mi mujer, que me ha tenido muy preocupado y convertido en enfermero, han sido la causa de que no haya ido a visitarle como le prometí. / Afortunadamente, hoy más tranquilo puedo anunciarle mi visita para dentro de unos cuantos días, a fin de semana. / Le quiere y admira, / A. Machado” (Archivo R. D., Madrid, núm. 1843).

La enfermedad se prolongó y Antonio tuvo que pedir auxilio económico a Rubén para poder regresar a España con Leonor, su esposa, como prescribían los médicos. La generosa ayuda de Darío —250 francos, la cantidad solicitada por Machado— no se hizo esperar, haciendo posible el retorno del matrimonio a Soria. Tan afectado estaba el poeta español que se fue sin despedirse de Rubén. Así lo refiere en la postal que le envió, al pasar por Irún, el 12 de septiembre de 1911: “Querido y admirado maestro: / He tenido que partir de París en circunstancias muy apremiantes y me ha sido imposible despedirme de usted como hubiera sido mi deseo. Voy camino de Soria en busca de la salud de mi mujer…” (Archivo R. D., Madrid, núm. 1845).

Tal fue, en síntesis, la relación de Darío y Antonio Machado. No en vano el hijo de América, al introducir la libertad francesa del modernismo, conquistó uno por uno a todos los jóvenes poetas de la villa y corte, y de toda la parte hispana de la península ibérica.

 

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