Por: La Vanguardia Española. Hemeroteca.

Rubén Darío, el apasionado trotamundos, camina, vuela y navega por toda una variada geografía de ríos avasalladores y largos, de enredadas selvas y frías cordilleras, como si anduviese siguiendo el rastro de un imperio de indios dorados desaparecido a impulso de la furia codiciosa, también idealista, de unos aventureros.
Viene después a Europa, mariposeando cargos y oficios, alternando tiempos de esplendor con días de miseria, conociendo mujeres, cultivando amigos.

De Europa pasa a España y por fin, a orillas del mar latino planta, temporalmente, en Cataluña y Mallorca, sus tiendas de nómada ansioso y nostálgico. Recordarle en el cincuentenario de su muerte, y en el de la celebración del centenario de su nacimiento es, en nuestro país, que él amó, no sólo una devoción, sino hasta un deber.

El padre Batllori nos recalca, en un estudio sobre Darío, la poca compenetración lírica que existió entre él y Cataluña. Su obra sobre Barcelona es pequeña, casi nula. Unos escritos bellos y coloristas que captan de una forma impresionista la época, aquel revuelto fin de siglo barcelonés, con su agitación social y la pujanza artística del modernismo.
Escritos carentes por completo de sentido crítico, que coloca en sus libros “España contemporánea” y “Tierras solares”.

Y eso que Barcelona le gusta. En 1913 —era la segunda estancia del poeta en nuestra ciudad— escribe una carta a Julio Piquet, donde le dice: “¡Ah!, si pudiera vivir en esta admirable Barcelona”. Sagarra nos relata cómo leyó Darío en el Ateneo “El canto a la Argentina”: “Mai, ni el millor actor ni el millor rapsoda d’aquest món, no m’han arribat, ni de lluny, a conmoure com la recitado de Rubén Darío, tan plena d’ombres i de fluiditats aue semblava que Uegís versos des del fons de l’aigua”.

 

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