Por: Blas Matamoro. (Página 12).

Rubén Darío huía del matrimonio y solía reunirse con sus amigos, hombres de letras o simplemente bohemios y parásitos, fuera de su domicilio. Las mujeres se quedaban en casa o se iban a buscar a los prostíbulos. Entretanto, los banquetes y libaciones (sigo fielmente el vocabulario de la época) de hombres solos tenían lugar en los restaurantes, clubes, hoteles y tabernas. La mujer era, por lo tanto, una institución (esposa o fulana) y un género.

Tal actitud de los conjuntos varoniles, de reunirse en lugares sin mujeres, para reconocerse como semejantes individuales y hacer “cosas de hombres”, fue denominada parsifalismo por Umberto Eco, evocando el personaje mítico de Parsifal, adepto y luego iniciado en la secta de los caballeros del Santo Grial.

Las agrupaciones como las órdenes de caballería, las sociedades secretas del modelo masónico, los ejércitos, los conjuntos y clubes deportivos, los casinos, antes la universidad y, en ese tiempo todavía, los partidos políticos eran manifestaciones variopintas del parsifalismo. Eran “cosas de hombres” los ejercicios físicos que requerían cierta disposición muscular, la guerra, la política, la ciencia, la economía de las empresas, la filosofía, la literatura y, última pero no menor, la mujer.

En el grupo parsifaliano, en efecto, la mujer es única, es la Kundry de la leyenda, y tema de conversación entre varones. Se entiende, pues, que el imaginario modernista fuera dominado por un modelo femenino manejado por la palabra masculina. Excluida de la tertulia letrada, la mujer vuelve, como todo lo desplazado, y ocupa, no ya el espacio singular que le ha sido denegado, sino todos los espacios. Los escritores modernistas imaginaban como la mujer y se manifestaban como el varón.

 

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