Jorge Eduardo ArellanoPor: Jorge Eduardo Arellano - n.Granada, Nicaragua (1946) Historiador de Arte, de las letras y la cultura nicaragüense y autor de casi un centenar de libros. Doctor en Filología Hispánica (Universidad Complutense, Madrid). Director de la Academia Nicaragüense de la Lengua (2002).

La primera tuvo lugar en Hamburgo y la segunda en París. En una, le acompañaba el dominicano Fabio Fiallo (1866-1942); en la otra, el hondureño Froylán Turcios (1874-1943). Ambos las narran en sus respectivas memorias. Yo, descubriéndolas y reelaborándolas, las transcribo.

La aristocrática dama de Hamburgo amaba con voluptuoso refinamiento el trato con los poetas. Tres idiomas brotaban en sus labios como fuente: francés, español, italiano. Recibía a sus invitados en un saloncito, auténtico boudoir Luis XV, exento de un solo objeto que no fuera del más esclarecido buen gusto. Tras la aromática infusión preparada y servida por la aristocrática dama con brandy, limón y sabroso kake, sobrevino el champaña en altas copas de bacarat con los bordes ornados de olorosas violetas de Parma.

Escanciaron los dos poetas la primera y Rubén explicó la similitud entre “Blasón” enlace y “Era un aire suave”, composiciones que dijo con dicción perfecta y gracia gallarda, a solicitud de la dama aristocrática. Fabio Fiallo aplaudió con entusiasmo. Ni antes ni después lo escuchó recitar de esa manera. La cálida felicitación de la Oyente ornó la frente púrpura del gran poeta. La segunda copa burbujeante señaló el turno a Fiallo, quien cumplió con dos poesías de factura reciente.

La aristocrática dama sonrió complacida y extendió sus manos que Fabio besó con efusión, mientras Rubén aplaudía encendido. El horario del elegante reloj avanzaba impenitente hacia el siete romano. Y como indicio claro de pronta despedida, la aristocrática dama sirvió una copita de chartreuse, escanciada con lentitud pesarosa… y entonces… ¡Oh!, entonces surgió de improviso el más hechicero poema triunfal: con majestad olímpica y pausada y plena de gracia, la reina de la fiesta se desprendió dos broches, deshizo un lazo lentamente, muy lentamente; dejó rodar por su cuerpo hasta abatirse a sus pies el ligero traje que cubría su singular hermosura, quedando solamente en su marmórea y radiante desnudez. Los poetas permanecieron estupefactos hasta que Rubén exclamó: “¡Oh, la maravilla de las maravillas!”. Y se hizo un silencio profundo en señal de entusiasmo ardoroso.

Los ojos de la beldad eran de un verde límpido como jamás pretendió igualarlos la esmeralda más esplendorosa de todos los siglos. Y tres o cuatro minutos después la maravilla de las maravillas, sin que su mano hiciera un ademán, sin que su rostro se contrajera en un gesto, sin que la más mínima expresión se advirtiera en uno solo de sus movimientos, brilló en sus ojos —fijos en ellos— algo tan significativo e inexorable que Rubén y Fiallo tomaron sus sombreros y abrigos, hicieron una reverencia japonesa y se lanzaron a la calle.

Rubén sacudió de los hombros a su amigo y le dijo: “¡Era una hamadríade! Dime: ¿crees en la existencia de las ninfas y las dríades? ¡Pues acabamos de ver una esta noche! ¿Viste cómo su carne era intocable? ¿Reparaste en el alto decoro armónico de sus senos y en la gloria inmaculada de su vientre ostentándose en una celeste margarita de oro? Sus ojos, ¡oh sus ojos! no me dejan pensar sino en un bosque inmenso poblado de ninfas y dríadas con sus miradas embrujadoras. Mírame, Fabio, mírame a la cara, tú sabes bien que no estoy borracho. Mírame, hermano, mírame en los ojos y con tu fuerte voluntad arráncame del cerebro todas estas obsesiones que no me dejan razonar”.

Por su parte, la segunda anécdota se origina de una invitación que le hizo Rubén a Turcios en París: “Poeta, no me falte a la comida” ––le dijo. Pero una aromada, ardiente rubia parisina, desprendiéndose las ropas en el momento que el hondureño de smoking salía a la cita, tornó esta en amorosa y celeste niebla cálida, mientras el impuntual discípulo y amigo, como si oyera llover en su divina vaguedad, apenas percibía el reclamante ring del teléfono.

Iracundo a la mañana siguiente y aceptando la excusa tolerable, Rubén desarrugó su olímpico ceño y sonriendo como fauno le expresó: “Es la única razón que te acepto. Yo también, a la hora de mi muerte, quisiera hundir mi testa cósmica entre las piernas de una muchacha de quince años”.

Al parecer, ese ha sido el primer poema dictado por teléfono en la historia de la lengua. Por lo demás, resulta oportuno informar que el whisky preferido de Darío era el Black and White y su vino el Marqués de Riscal.

 

Cortesía: El Nuevo Diario